Recuerdo
que una vez en la primaria, le llamaron a mi abuela para que fuera a recogerme
del colegio de monjas, pues tenía dolor de cabeza. Quizá esté mal que lo afirme,
así que diré que estoy “casi” segura de que lo había inventado, no recuerdo el
motivo, pero recuerdo que un día antes había ido al circo y me habían comprado
una varita verde que brillaba en la oscuridad y si la acomodaba lo
suficientemente bien, se hacía a la forma de una corona de princesa de los
andes, en mi cabeza.
En una hoja tenía una foto con un elefante, que me tomaron
después de la función y yo escribía un “reportaje” de tres líneas al respecto
en un papel. Mientras esperaba a que me recogieran del colegio, me mantuve en
mi actuación de Óscar ante la madre Lolita, la cual me cargó de un zarandazo
desde la larga rampa donde esperaba ver la silueta de mi abuela, hasta la
dirección del recinto, dejando de lado la varita, mi foto y el reportaje. Al
día siguiente volví al sitio, con la esperanza de que mis preciados objetos me
estuvieran esperando, sin éxito.
Ese día la madre Lolita no lo supo, pero hizo
un intento fallido por cesar mi inspiración; ese como tantos otros.
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